Democracia republicana

La república es un modelo de sociedad política que no puede definirse sólo porque el jefe del Estado sea elegido. Ésa es a lo sumo una condición necesaria, pero no suficiente. La idea de república se refiere normativamente a un modo característico de concebir la política, las instituciones y los valores políticos, creado históricamente por las experiencias institucionales y los pensadores que conforman la tradición republicana, fundado en rasgos como el énfasis en la ciudadanía, las instituciones públicas y las leyes, y la vinculación de la libertad al ejercicio de la virtud cívica.

Esta concepción de la república, que tanto contrasta con la realidad de nuestras democracias, es la que atrajo la atención de historiadores y filósofos en las últimas décadas del siglo XX, dando lugar al florecimiento de un neo-republicanismo, y hace que muchas miradas se vuelvan de nuevo a una tradición hasta hace poco arrinconada por el triunfo de la concepción liberal de la política.

La cuestión es qué puede aportar el republicanismo a la revitalización de esa democracia tan insatisfactoria. No se trata tanto de ofrecer fórmulas o recetas de inmediata aplicación, como de propiciar una reflexión sobre los principios, el sentido y los fines de la democracia y de la política misma, en un contexto de preocupación generalizada. Paradójicamente, tras el triunfo aparentemente definitivo de la democracia liberal con la caída del Muro de Berlín, se han acentuado el malestar y el desencanto respecto a ella. Hoy, al calor de la crisis económica, han arreciado la decepción y la crítica, encarnadas en movimientos de protesta y nuevos partidos: bien podemos hablar de crisis de la democracia.

Por una parte, el control de la sociedad escapa de las manos de los gobiernos democráticos. La globalización financiera consagra el imperio de los mercados, poderes ocultos que rigen realmente nuestras vidas: por eso se habla de subordinación de la política a la economía. Los flujos de esos mercados financieros, en buena medida ciegos, determinan políticas de austeridad, exigen recortes de derechos y políticas sociales, y condicionan en general la vida política, desde la suerte de los gobiernos en las elecciones hasta la agenda política ordinaria.

Además, dentro de la esfera pública se agrava la separación entre los ciudadanos y la élite dirigente, vista como un grupo oligárquico con intereses particulares alejados de los del resto de la sociedad, cuando no contrarios a ellos, que se sirve corruptamente de lo público para su propio beneficio. Ello ha provocado una extendida desafección política, manifiesta en forma de apatía o de indignación, que estalla cuando se muestra la contradicción entre las duras medidas de ajuste impuestas a la población y los beneficios obtenidos por los responsables de la crisis. Al margen de la racionalidad o coherencia de esas reacciones, es evidente la pérdida de autoridad de los dirigentes y de legitimidad del sistema democrático en su conjunto.

Crecen las demandas de una solución inmediata. Pero hay que empezar por reconocer la profundidad y complejidad del problema. La realidad política no se reduce a la simplificación estratégica de la retórica populista –los malos gobernantes frente al buen pueblo–, ni la crisis económica se explica como fruto de una conjura de ricos y poderosos malvados. Están en juego mecanismos e inercias sistémicas que operan más allá de acciones intencionadas individuales, cambios de escala en los procesos políticos (comunidades políticas de gran tamaño, abiertas a la economía y la comunicación planetarias). También profundas realidades y tendencias intrínsecas de la política e incluso de la naturaleza humana.

Este artículo se centrará en un solo punto, la cultura política, el conjunto de creencias, valores y actitudes básicas respecto al sistema político, las instituciones y las relaciones de los ciudadanos con el poder. Quizá podamos entender mejor la crisis de nuestra democracia si atendemos a los rasgos característicos de la cultura política liberal predominante en nuestras sociedades. Si ella es en parte responsable de la crisis, tal vez podamos encontrar en la cultura política republicana alguna inspiración para cambiarla y recomponer nuestra maltrecha democracia.

La cultura política liberal

En el núcleo del liberalismo está la prioridad del individuo. El desarrollo de las iniciativas, intereses y objetivos individuales es el motor y la meta primordial de la conducta. Ningún otro fin o entidad (bien común, pueblo o patria) están por encima.

El individuo liberal concibe su relación con la sociedad desde la perspectiva de su interés particular. El vínculo social interesa en cuanto medio para proteger o promover el interés privado. Por eso los derechos individuales, sobre todo los asociados a la libertad “negativa”, a impedir la interferencia ajena, tienen prioridad sobre cualquier objetivo común, incluida la democracia. Delimitan un ámbito inviolable para el poder político, aun el de los propios ciudadanos.

Por eso la relación del ciudadano liberal con la política tiende a ser defensiva. Reconoce que es imprescindible el aparato estatal para garantizar la seguridad y proteger los derechos, pero considera que el poder político y las leyes implican restricciones, cuando no amenazas, para la libertad individual: a mayor expansión del Estado, menor espacio para la libertad. Su preocupación no es tanto quién tiene el poder político como limitarlo, evitando su intromisión abusiva.

Por otra parte, la política democrática tiende a ser vista en términos económicos. Los ciudadanos son contribuyentes y clientes, que esperan obtener beneficios (derechos y servicios) a cambio de su aportación. La conducta electoral se asocia con los resultados y la satisfacción que el votante obtiene. El proceso democrático es visto como una negociación que se resuelve agregando preferencias individuales, expresadas en votos. La actividad política, que requiere información y tiempo, es costosa e insatisfactoria por sí misma; por eso es mejor delegarla en representantes profesionales, mientras el ciudadano común se dedica a sus negocios privados.

Paralelamente, el liberal considera que el lugar propio de las iniciativas individuales y el logro del bienestar es la sociedad civil, esfera de las actividades no regidas o coordinadas por el Estado, cuyo paradigma es el mercado, donde los individuos negocian libremente según sus preferencias. Esta esfera debería permanecer despolitizada, y por eso se demanda la neutralidad ética del Estado. Las instituciones públicas deben limitarse a establecer un marco común de principios y reglas que permita la coexistencia pacífica de las diversas formas de vida y concepciones del bien.

El liberalismo tiende asimismo a favorecer una ciudadanía pasiva. No estimula la participación política, sino que propicia un civismo negativo, basado en el cumplimiento de las leyes y el respeto a los derechos ajenos. Confía más en la calidad del diseño institucional que en una improbable generalización del compromiso cívico, y teme la intromisión de la política en la vida privada [1].

Pero el modelo antropológico subyacente, el del homo o economicus, un sujeto puramente auto interesado, induce a la desconfianza respecto a los representantes políticos (igualmente egoístas) e implica una escasa disposición a contribuir al bien público. Más bien fomenta actitudes de irresponsabilidad frente a lo público, a la vez que exigencias interminables a las instituciones públicas ante los contratiempos particulares, incluidos los que resultan del capricho, y demandas de satisfacción de los deseos de cada cual, sin necesidad de justificarlas [2]. En suma, la cultura política liberal, al separar al individuo de lo público, no proporciona un modelo de ciudadanía adecuado para sostener la democracia. El individuo aislado trata de sobrevivir mediante estrategias particulares de adaptación dentro de un sistema social y económico impersonal. Es más: las propuestas de acción coordinada se enfrentan a dilemas de acción colectiva: la actitud más racional parece ser la del free rider, que elude sus obligaciones contando con que los demás cumplirán las suyas.

La alternativa del ciudadano: el republicanismo

La crisis de la cultura política liberal suscita reacciones en busca de alternativas. A veces son respuestas reaccionarias, como el integrismo y el nacionalismo, que buscan abrigo frente al vértigo de la modernidad globalizada, en un intento desesperado de preservar una identidad original incontaminada, aun a costa de la autonomía personal. Pero si se trata de soluciones acordes con los presupuestos de la democracia, se puede contar con el republicanismo. Una democracia republicana no ofrece un paradigma totalmente diferente del liberal, pero sí otra mirada, otro enfoque de los conceptos y valores que asociamos a la democracia.

No entraré aquí en el debate sobre la consistencia y especificidad del republicanismo [3], al que algunos asocian a un pasado incompatible con una sociedad moderna y pluralista, mientras otros lo consideran una recreación de algunos académicos con tópicos y demandas “progresistas”, o un mero complemento del núcleo liberal de la política contemporánea. A mi juicio, en el republicanismo se decantan términos e ideas procedentes de una antiquísima tradición que recorre los textos de los clásicos de la política, y que, aun teniendo cierta diversidad interna, mantiene un perfil propio y distinto del liberalismo.

Son varias las razones que explican el interés actual por el republicanismo, pero quizá la fundamental arraiga en la constatación de las consecuencias perjudiciales de la despolitización y privatización de la vida pública propiciada por el neoliberalismo. Esto hace que se vuelva a atender a una doctrina que habla de ciudadanos, de interés público, de virtud cívica y participación, de control y responsabilidad política.

Pues el eje del republicanismo es el ciudadano. Es decir, no el individuo considerado antes y aparte de la sociedad como un titular de derechos, sino alguien inserto en la ciudad, la res publica o espacio compartido de las cosas que afectan a todos y han de resolverse entre todos.

Los comunitaristas han sostenido también la prioridad de la comunidad, fuente de valor y sentido, frente a la anomia y el atomismo de las sociedades liberales. Por su parte, los críticos liberales denuncian el riesgo de que en esta perspectiva el individuo sea absorbido por la comunidad, reducido a mero miembro de un todo que lo trasciende. Pero lo propio del republicanismo no es ni la prioridad del individuo, ni la de la comunidad entendida como un todo superior, homogéneo y clausurado, sino la de la asociación de ciudadanos que construyen y redefinen continuamente su sociedad política. Los ciudadanos no comparten un ideal de comunidad previamente dado al que haya que adherirse, sino que determinan conjuntamente en sus relaciones el destino y las normas que han de regir la ciudad. Los republicanos valoran las tradiciones, en tantos ir van de ejemplo e inspiración para la conducta futura, pero no necesitan compartir un consenso cultural que limite el alcance y la orientación de la política [4].

Por otra parte, el ideal republicano de ciudadanía no implica que los ciudadanos hayan de vivir exclusivamente para lo público, ni que la ciudad sea para todos el valor más alto: la virtud cívica es necesaria para que sea posible la vida libre, pero los fines de cada cual no se agotan en su dimensión pública.

Libertad republicana, leyes y autogobierno

Los republicanos consideran, como los liberales, que la noción clave de su tradición es la de libertad política. Pero unos y otros conciben la libertad de manera muy diferente.

El concepto de libertad como ausencia de interferencia es el que se nos ha hecho más habitual. Según esta concepción, uno es libre en la medida en que otros no frenan o impiden lo que decida hacer o no hacer. Es el modelo característico del liberalismo, que reclama que los demás (sobre todo el Estado) se abstengan de imponer o limitar las opciones individuales, ni siquiera en nombre de la verdad o del bien.

Pero hay otro modo de concebir la libertad, propio de la tradición republicana. Alguien es libre en la medida en que puede vivir como quiere, ser dueño de su vida, fines y decisiones. La libertad se comprende en oposición a la esclavitud, la condición de quien vive a merced de otro. Un esclavo puede realizar algunos actos libres en el sentido de no interferidos, sobre todo si vive bajo el dominio de un amo benévolo, que le permite ordinariamente actuar a su arbitrio sin entrometerse. Pero aún entonces está a merced de la voluntad de otro, que puede cambiar su situación caprichosamente, y hacia quien mantiene una deferencia sumisa. Es libre sólo quien tiene un estatus que le hace independiente de las decisiones arbitrarias ajenas.

La libertad se puede definir entonces como independencia o no-dominación, haciendo hincapié en su aspecto negativo, pero también positivamente como autonomía. Para poder resistir a la dominación ajena, uno ha de estar en condiciones de autogobernarse, de darse normas a sí mismo.

Ese estatus de libertad estaba ligado en Roma a las leyes que atribuían al ciudadano su condición de hombre libre. Para un liberal, la ley, en cuanto es interferencia, limita la libertad, aunque pueda ser necesaria para regular la concurrencia pacífica de preferencias diversas. Para un republicano, en cambio, lo que cuenta no es si hay o no interferencia, sino si es o no arbitraria. La ley, en la medida en que establece normas de acción comunes igualmente para todos, no sólo no merma, sino que hace posible la independencia de cualquier ciudadano respecto a los demás. Es el instrumento para impedir la arbitrariedad y el privilegio, y dotar a todos los ciudadanos de los derechos y recursos necesarios para vivir autónomamente. La ley crea libertad al reemplaza la situación natural de dependencia de los más débiles respecto a los más poderosos por un orden que iguala y protege a todos.

Está aquí implícita la idea del imperio de la ley, o gobierno de las leyes, presente ya en Aristóteles y Cicerón. El gobierno de la ley se opone al dominio arbitrario, sea el de uno o unos pocos el de una mayoría. En el republicanismo se ha manifestado repetidamente la oposición a un gobierno basado en la voluntad de una mayoría sin limitaciones legales, por considerar que interfiere despóticamente en la autonomía del ciudadano. Aristóteles censuró esa mala democracia, calificándola de demagogia; hoy podemos reconocer esa tendencia demagógica en las diversas formas de populismo.

En suma, la libertad está ligada a la existencia de leyes adecuadas a las necesidades e intereses de los ciudadanos, y a las instituciones que las crean. Por eso para el republicano los derechos no son barreras que protegen al individuo frente al poder, como para el liberal, sino recursos creados políticamente por los ciudadanos a través de las instituciones republicanas. Eso no implica que los derechos se establezcan y supriman arbitrariamente, según el criterio de mayorías cambiantes; se pueden arbitrar principios y mecanismos para salvaguardarlos derechos indispensables para la autonomía de los ciudadanos. Pero es necesaria una decisión política para que existan y persistan los derechos, que no caen del cielo, ni están escritos en la naturaleza.

Tampoco caen del cielo las leyes. Son creadas por quienes tienen el poder político. Por consiguiente, sólo si son los propios ciudadanos quienes crean en condiciones de igualdad las leyes a las que han de someterse, será posible evitar la interferencia arbitraria de otros más poderosos que ellos. República, como comunidad de ciudadanos libres e iguales, y democracia parecen indisolublemente ligadas.

Sin embargo, buena parte de los republicanos mantuvieron históricamente fuertes recelos o incluso se opusieron a la democracia. Aún hoy se expresan reservas, también entre autores neo-republicanos, frente a la idea del autogobierno popular, que se considera necesario atemperar. Este recelo puede atribuirse en parte a la demofobia, al odio de clase de la oligarquía acomodada respecto a la masa de los muchos pobres. Pero tiene una justificación más atendible, la consideración de que el autogobierno requiere sujetos dotados de la competencia intelectual y moral suficiente para emitir un juicio informado y autónomo sobre los asuntos públicos. Esa desconfianza respecto a la capacidad de las masas carentes de formación intelectual, virtudes morales, y suficiencia material para poder dedicar su tiempo a las tareas de deliberación y gobierno, lo que antaño movió a los teóricos republicanos a proponer fórmulas de gobierno mixto.

Este problema no se puede echar en saco roto, apelando a una innata sabiduría y bondad popular: a menudo los ciudadanos se equivocan, se guían por intereses parciales y deciden irracionalmente. Hay que reconocer la necesidad de recurrir a la mediación de expertos, así como la de encauzar la voluntad popular a través de mecanismos de representación. Ahora bien, la solución no consiste en reservar el gobierno a una élite –en la práctica no integrada por los mejores, sino por quienes tienen mayor riqueza o linaje) –, sino en dotar a todos de las condiciones que los capaciten para el autogobierno. Así lo entendió históricamente el republicanismo democrático, más preocupado por la amenaza para la libertad de las oligarquías que por la de una hipotética tiranía de la mayoría; consideró que la igualdad y el autogobierno son necesarios para evitar la dominación y orientar el gobierno al bien común. Por eso pensó que el acceso al autogobierno exigía la universalización de las condiciones materiales de la independencia, las condiciones legales y sociales que permitiesen a todos acceder a ella, y en consecuencia a la ciudadanía plena, fuera en la forma de una república de pequeños propietarios, o bien haciendo que el acceso universal a los bienes públicos, garantizado políticamente, hiciese posible la igualdad cívica real.

La tesis de fondo es que emancipación política y emancipación social están ligadas. Así lo reconocieron Rousseau y Jefferson, y el mismo principio inspira a la tradición socialista, en buena medida heredera de la republicana. Siendo cuestión disputada dentro del republicanismo actual cómo concretar esta exigencia de igualdad, llama la atención sobre la insuficiencia de la igualdad liberal ante la ley, patente en las actuales sociedades democráticas, donde convive el reconocimiento de los derechos individuales de libertad con la precariedad en el empleo de los asalariados, y la igualdad legal con la extremadamente desigual influencia política de los ciudadanos.

Otra cuestión es cómo hay que interpretar el autogobierno democrático. Un planteamiento realista ha de reconocer la inviabilidad de una democracia asamblearia a gran escala. Hay que renunciar a la imagen simplista de la sociedad política como asamblea de ciudadanos, y reconocer la complejidad de las sociedades actuales. Es posible que hoy la democracia no deba concebirse como el régimen en que todos los ciudadanos ejercen el gobierno, sino como aquél en el que quienes ejercen el gobierno están sometidos al control de los ciudadanos, sujetos a responsabilidad y obligados a rendir cuentas de sus actos [5].

A lo largo de la Historia los pensadores republicanos estuvieron atentos a evitar que los gobernantes se apartasen del interés público para buscar el propio, o que se perpetuasen en sus cargos y se convirtieran en una oligarquía incontrolada. Muchas de las medidas que hoy se proponen, como la rotación en los cargos, la revocabilidad de los representantes, la rendición de cuentas, el establecimiento de órganos de control, la división de órganos y funciones de poder o los filtros deliberativos, tienen su origen en la tradición republicana.

Sin embargo, la democracia republicana, incluso entendida de la forma menos radical, ha de incorporar algo más que recursos defensivos para evitar la dominación. Un control real del poder político requiere cierta capacidad de dirección, o al menos de influencia efectiva, por parte de los ciudadanos, lo que a su vez demanda una ciudadanía políticamente activa.

Los teóricos republicanos actuales subrayan el papel de la ciudadanía en el funcionamiento de la democracia. Consideran necesarias las instituciones políticas formales, particularmente los parlamentos y demás instituciones representativas. Pero creen que junto a esta política institucional ha de desarrollarse una actividad política informal, constituida por las manifestaciones, comunicaciones y debates de los ciudadanos en los distintos foros, asociaciones y medios de comunicación de la sociedad civil [6]. Es lo que Jürgen Habermas ha denominado una “política de doble vía”: a través de la deliberación informal de los ciudadanos se transmiten al sistema político las necesidades, intereses e interpretaciones de la sociedad, expresándolas y tematizándolas, impulsando así las iniciativas políticas de los órganos legislativos y ejecutivos, y obligando a estos a rendir cuentas de sus actos. Aunque la sociedad civil no sea en rigor un contrapoder, una ciudadanía activada puede, no sólo evitar acciones despóticas del poder político, sino ejercer una influencia cierta en la adopción o corrección de políticas públicas y en la dirección de la política en su conjunto [7].

Virtud cívica, participación y deliberación

Esta demanda de una ciudadanía activa enlaza con la exigencia republicana de virtud cívica. Mientras el modelo liberal de ciudadanía minimizao prescinde de la disposición cívica de los individuos, el republicanismo subraya la necesidad de buenos ciudadanos. Sin ciudadanos dispuestos a vigilar la acción de los poderes públicos y a pedirles cuentas por ella, a protestar, a informarse, a debatir, a asociarse y cooperar en defensa de los bienes e intereses públicos, las instituciones se corromperán, por bien diseñadas que estén, y los individuos aislados, inermes frente al poder, estarán incapacitados para dirigir sus vidas como hombres libres y corregir las derivas oligárquicas de la política.

Entre los diversos aspectos de la virtud cívica –integridad moral, austeridad, honestidad, valentía, etc., destaca la participación. Ser buen ciudadano es ser consciente de que uno es parte de la empresa común de la república, y comprometerse por tanto activamente en ella.

Ahora bien, esta demanda encierra problemas. En primer lugar, la virtud cívica es costosa. Una cosa es pedir a los ciudadanos que cumplan las leyes, o que voten cuando toca, y otra exigirles que se informen, que estén dispuestos a debatir y a enfrentarse a poderosos intereses que pueden dañar los suyos propios. Más aún cuando, en la mayor parte de los casos, tales acciones y compromisos no obtendrán una recompensa adecuada al esfuerzo. Es más: si acaso triunfa una iniciativa cívica, el éxito beneficiará por igual a quienes participaron en ella y a quienes se quedaron en casa, a salvo de posibles riesgos.

Por eso les parece a muchos poco realista fiar la realización de los proyectos políticos a la disposición cívica de la mayoría de los ciudadanos, sobre todo si el tipo es el homo o economicus. Muchos teóricos modernos se esforzaron por mostrar cómo era posible una política sin virtud, que no apelara a nuestra bondad, sino a nuestros intereses: pensaron que la mano invisible del mercado armonizaría los intereses egoístas, y las instituciones y procedimientos jurídicos garantizarían por sí solos el cumplimiento de las leyes y la convivencia pacífica [8].

Por otra parte la virtud republicana parece poner en riesgo la autonomía individual si exige una entrega total a los asuntos públicos, con absoluta prioridad sobre los particulares. Los teóricos liberales manifiestan sus recelos hacia el modelo del “humanismo cívico” florentino, que hacía de la gloria de la vida cívica el más alto bien humano. Temen la absorción de la vida y los fines individuales por la cosa pública, así como la ocupación de todas las dimensiones de la vida social por una esfera pública monopolizada en realidad por la clase política.

Además, la llamada a la participación peca quizá de ingenuidad: a veces la participación ciudadana puede ser peligrosa. Desde la Antigüedad filósofos e historiadores vienen advirtiendo de los peligros de la presencia pública de las masas: el vulgo es inconsciente, irracional, inmoderado e irresponsable, dispuesto a seguir a los demagogos. Tampoco hay que ser especialmente pesimista para sentirse decepcionado ante las actitudes de tantos conciudadanos, que reclaman la pena de muerte ante algunos crímenes, o vuelven a votar al alcalde condenado por corrupción. Hemos visto también cómo la alta movilización política de un sector de la sociedad fanatizado alienta conductas inciviles, cuando no abiertamente criminales, en nombre de la patria.

Estas observaciones pueden ayudarnos a matizar y precisar el sentido de la apelación republicana a la virtud cívica. No obstante, hay que insistir en que una buena política es inviable sin ciudadanos. Las mejores instituciones serán insuficientes si los ciudadanos no cumplen las normas, si se generaliza la corrupción (incluidas las pequeñas corrupciones cotidianas), si todos miran hacia otro lado, si no hay hábitos de tolerancia, disposición a escuchar al otro y a llegar a acuerdos. Una política sin virtud socava sus condiciones de posibilidad, porque hace inviable el reconocimiento, la confianza y la cooperación que requiere incluso una ciudadanía mínima.

Como advirtió Madison, no somos ángeles. Por eso necesitamos instituciones que garanticen el proceso democrático aun a pesar de nosotros mismos: mecanismos constitucionales de control del poder, políticas sociales que procuren inclusión y justicia distributiva, garantías de los derechos fundamentales, etc. Pero tampoco es realista el escepticismo hacia la virtud cívica. Ésta es posible en la medida en que se adquiera a través de las costumbres, aprendidas a través de la educación y del ejercicio de la vida ciudadana; necesitamos no tanto una minoría selecta de ciudadanos virtuosos, como una virtud difundida en la cultura moral y política de la ciudadanía.  Pettit habla de una “mano intangible”, análoga a la “mano invisible” de Smith: si los ciudadanos perciben que hay un cultivo generalizado de hábitos cívicos en su comunidad, se refuerza su disposición a comportarse virtuosamente, lo cual vigoriza a su vez esa moral pública [9].

Por otra parte, el republicanismo democrático acepta que el gobierno corresponde a los propios ciudadanos, y no hay modo de sustraerse por completo a los riesgos de adoptar decisiones erróneas o injustas [10]. Es indudable que hay razones para desconfiar del juicio de muchos de nuestros conciudadanos, y aun del nuestro, pero no hay otra alternativa a la democracia que la subordinación a un poder tutelar ajeno.

Hay que advertir además que, supuesto que todos los afectados deben participar, no basta con reclamar la participación: el modo en que se participa es clave para asegurar el buen gobierno. La participación popular debe ser reflexiva y mediada por la deliberación. La buena democracia no se caracteriza por la mera agregación de preferencias, ni por la negociación o compromiso de intereses entre las partes de acuerdo con su poder. Es la búsqueda de un acuerdo justo a través de la deliberación, es decir de la contraposición de argumentos racionales, que incluye la disposición a modificar las posiciones iniciales atendiendo a las razones del oponente. Esto no implica desconocer la presencia inevitable de los conflictos en la política, ni reducir la política al debate racional. Pero la deliberación es un elemento necesario para evitar la reducción de la democracia al mercado o a la demagogia.

Tampoco implica eliminar las instituciones representativas, sino revisar la representación clásica y estrechar el vínculo entre electores y representantes. Parece necesario y posible incrementar la participación de los ciudadanos en el ámbito local, desarrollar mecanismos de participación frecuente (aprovechando las nuevas tecnologías), crear foros de comunicación y debate, potenciar la crítica política, incluida la crítica de la información e interpretación de la realidad que llega a través de los medios de comunicación, democratizar los partidos políticos, desarrollar plataformas de participación social sobre asuntos políticos sectoriales, etc.

En conclusión, aunque el republicanismo no tenga un modelo específico completo que ofrecer, sí ofrece ideas para reflexionar sobre la mejora de la democracia: el aprecio de la política como actividad digna y valiosa, la confianza en la posibilidad de articular una sociedad justa y libre mediante la ciudadanía activa, la convicción de que si cabe alguna solución frente a las resistencias y obstáculos que hoy, como siempre, encuentra el autogobierno democrático, está en manos de ciudadanos republicanos que se nieguen a ser súbditos privatizados.

Javier Peña Echeverría (Universidad de Valladolid)


Apuntes:

  • [1]La experiencia del período de entreguerras indujo a proponer en la segunda mitad del siglo XX la doctrina del “fin de las ideologías”: es preferible una cierta apatía cívica, unida a un apoyo difuso al sistema político que ofrece estabilidad y prosperidad, que una ciudadanía movilizada en torno a causas “fuertes” y netamente perfiladas, que enfrentarían a unos grupos contra otros.
  • [2]Cf. Félix Ovejero, “Tres ciudadanos y el bienestar”, La Política, 3, 1997, pp. 93-116; Id., Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo, Buenos Aires, Katz, 2008.
  • [3] He abordado esta cuestión en el artículo “La consistencia del republicanismo”, Claves de razón práctica, nº 187 (2008), pp. 34-41.
  • [4]Para expresarlo con Ovejero, el modelo no es el mercado, donde los individuos negocian con sus posesiones, ni el convento, donde se produce una comunión de espíritus, sino más bien el ágora o el foro, donde se discute y decide sobre los asuntos que afectan a todos.
  • [5] Cf. entre otros Philip Pettit, On the People’s Terms, Cambridge University Press, 2013.
  • [6]Aquí entendida como conjunto de asociaciones cívicas situadas entre Estado y mercado.
  • [7]Cf. J. Habermas, Facticidad y validez, Madrid, Trotta, 1998; Pettit, op. cit..
  • [8]A eso se refiere Kant cuando afirma que la solución del problema del estado republicano ha de ser posible incluso para un pueblo de demonios, carentes de cualquier disposición filantrópica o benevolente.
  • [9] Cf. P. Pettit, Republicanismo, Barcelona, Paidós, 1999.
  • [10]Aunque lo mismo ocurriría si las decisiones las tomara un monarca o una minoría aristocrática.
Fuente: Grand PLace