La opacidad es un ingrediente fundacional de nuestra democracia
Lo
que pasa en España es más grave de lo que parece. No se trata de un
escándalo de corrupción, ni de dos, ni de tres, ya no. Estamos ante el
fin de una época, el desmoronamiento de un Estado, una crisis tan honda
que desborda todas las cifras. Y lo importante no son las respuestas,
sino las preguntas. Da lo mismo cómo escriba Bárcenas las aes
mayúsculas, lo que costara el cumple de la hija de la ministra, o
si el juez embarga o no a Urdangarín. Lo relevante es cómo y, sobre
todo, por qué hemos llegado a balancearnos al filo del abismo.
Me
van a perdonar que vuelva a remachar mi clavo favorito pero, en mi
opinión, estamos asistiendo a las consecuencias de la fragilidad
congénita de la democracia española, el desarrollo lógico de una
Transición que, a despecho hasta de su propio nombre, pretendió erigirse
en un régimen permanente. La pestilencia que respiramos a diario es la
podredumbre de aquel clamoroso silencio al que confiamos nuestro destino
tras cuatro décadas de dictadura sangrienta, la herencia de unos años
en los que todo —la Monarquía, la Constitución, las Autonomías, el
bipartidismo— se acordó entre tres o cuatro señores que fumaban puros
después de comer, tomando decisiones entre las que la principal era,
casi siempre, que los ciudadanos nunca llegaran a enterarse de lo que
habían pactado después del postre.
No
nos engañemos. La opacidad es un ingrediente fundacional de nuestra
democracia. No tiene sentido exigir transparencia a unas instituciones
que nacieron entre tinieblas. Ha pasado el tiempo de abrir las ventanas y
ventilar una porquería que nos llega a la cintura. La regeneración debe
ser literal, completa, porque los parches se corrompen más deprisa que
los silencios. Y ya que no podemos legar a nuestros hijos una España
próspera, dejémosles al menos en herencia un país que haya dejado de
apestar.