19 de marzo de 2012
| Antonio García Santesmases * |
Por ello propongo al lector deslindar, desde el principio, los dos temas. Una cosa es la función de los sindicatos y otra la importancia del Derecho del trabajo a la hora de conformar una sociedad democrática.
Comencemos con el primer asunto. Los sindicatos convocan una huelga general que ni es la primera ni será la última. Una huelga general que tiene, sin embargo, unas características especiales. La huelga general del 14 de diciembre de 1988 se realizó en plena hegemonía del socialismo y marcó la ruptura dentro de la entonces llamada familia socialista, una ruptura que marcaría para siempre las relaciones personales entre Felipe González y Nicolás Redondo. Estábamos en una época en la que el Partido Popular estaba bajo mínimos y en la cual, muchos medios conservadores, atribuían al sindicalismo el papel de auténtica oposición ya que era capaz de recoger las demandas de la calle, olvidadas por la soberbia económica y política de una elite político-económica dispuesta a ser débil con los fuertes y fuerte con los débiles.
Aquélla fue la huelga más relevante de los años de gobierno de Felipe González, una huelga que se saldó, tras una negociación posterior, con un gran éxito para los sindicatos; habían logrado parar el país, habían conmocionado a la opinión pública y fueron capaces de recoger el sentido de aquellas movilizaciones en un conjunto de conquistas para trabajadores, funcionarios y pensionistas.
Todo el que recuerda estos hechos se asombra cuando escucha que las huelgas no tienen ninguna repercusión positiva, son inútiles, son ineficaces y no conducen a nada. Por recordar otra huelga con éxito no hay sino que pensar en lo ocurrido con el gobierno de Jose María Aznar y el destino que tuvieron los ministros Aparicio y Cabanillas tras el éxito de los sindicatos en la primavera del 2002.
Es igualmente cierto, sin embargo, que hay momentos en que las huelgas no cambian los designios de los gobiernos. Pensemos en la huelga contra la reforma laboral de enero del 94 o en la huelga del 29 de septiembre del 2010. Se fueron aprobando reformas laborales que nos han llevado a la situación actual. La situación se puede resumir en algo que los sociólogos nos llevan advirtiendo durante años: no estamos asistiendo a un aburguesamiento del proletariado, estamos ante una proletarización de sectores importantes de las clases medias. Este es el quid de la cuestión.
Estamos ante un asunto de tal gravedad que no es extraño que se incrementen los miedos, las angustias, los agravios, y que se propicie un caldo de cultivo donde se busca desesperadamente un responsable de todo lo que ocurre. Hay que decir que la búsqueda ha sido fructífera, parece que se ha hallado un chivo expiatorio: los auténticos responsables de lo que ocurre son los sindicatos. Es hora de ponerlos en su sitio, de demostrar a la opinión pública quien manda, y de no ceder ante sus reivindicaciones. Es el momento de ser firmes, de utilizar, si es menester, los aparatos policiales y de controlar los medios de comunicación estatales. Nadie es invencible. Sólo hay que tener determinación. Margaret Thatcher lo entendió así y supo encarar el combate con decisión reduciendo el poder de los sindicatos británicos. Mariano Rajoy no debe ser menos. Si es preciso debe llamar a lo ciudadanos corrientes a manifestarse para apoyar al gobierno y mostrar que la calle es de los que ganaron las ultimas elecciones generales.
Todo este conjunto de iniciativas muestran que estamos ante una huelga muy distinta a las anteriores. Aquellas huelgas marcaron puntos de inflexión en el 88 y en el 2002; ahora estamos ante el inicio de un conflicto social que nadie sabe como se va a desarrollar. Por el momento la derecha conservadora tiene un gran control de los medios de comunicación y sólo está preocupada por limpiar Televisión española de lo que denomina restos del zapaterismo. Con ese fuerte control ideológico nos encontramos con una opinión pública de izquierda que se tiene que refugiar en los medios digitales para poder contrarrestar la avalancha ideológica que trata de culpabilizar a las organizaciones sindicales de todo lo que ocurre. Para conseguir ese objetivo es imprescindible ganar la batalla ideológica y transformar el sentido de las categorías que utilizamos para entender la realidad social.
Por utilizar una sola de esas categorías, que hay que recomponer para transformar su significado, recomiendo al lector que observe como se utiliza la categoría de privilegio. Durante decenios el privilegio se entendía como el poder que emana de una herencia aristocrática y que permite a los detentadores de ese poder perpetuar su riqueza sin esfuerzo laboral alguno. Distinto es el privilegio de la clase burguesa que permite acumular un capital industrial o financiero; este privilegio se asienta en una desigualdad que hay que ganar día a día a través de la lucha de clases.
Ese mundo de la aristocracia del antiguo régimen y de la burguesía capitalista fue combatido por el movimiento obrero desde mitad del siglo XIX. A través de una lucha denodada por conquistar el sufragio universal en lo político y por asentar organizaciones sindicales en lo social, se fue consiguiendo que los sectores privilegiados se vieran forzados a pactar las condiciones laborales, el régimen salarial y la duración de la jornada laboral. Esa fue la gran aportación del Derecho del Trabajo. Se fue así fraguando un modelo de Estado en el que los derechos económico-sociales se extendieron al conjunto de la población y las oportunidades de vida se abrieron para todos. Para alcanzar ese modelo social hubo que soportar dos guerras mundiales, vivir la experiencia del Fascismo y del Nazismo, hasta llegar a construir un modelo de democracia que fuera atractivo para los trabajadores ante la experiencia alternativa de los países del Este. El sistema se legitimaba afirmando que no era necesaria la revolución para poder alcanzar la dignidad en el mundo del trabajo y la igualdad de oportunidades para el conjunto de la sociedad.
Desde hace años todo este universo comenzó a cambiar y los sectores conservadores se dieron cuenta de que el privilegio hoy sólo es posible para unos pocos, cada vez para menos y que los derechos no se pueden mantener. Había que cambiar la lógica del debate social. Había que oponer a los pobres con los nuevos pobres, a los excluidos con los trabajadores en activo, a los parados con los sindicalistas, a los padres con empleo con los hijos abocados al precariado. Una pieza esencial en este combate era mostrar que los derechos que tienen los que están dentro del sistema son “privilegios” que no se pueden mantener. No son derechos que ha costado mucho conseguir y que hay que preservar. No se trata pues de incluir al que está fuera sino de lanzar al abismo al que está dentro.
Durante mucho tiempo se hablaba de la capacidad del capitalismo para integrar al proletariado a través del consumo de masas. Los proletarios de la sociedad industrial avanzada sí tenían algo que perder. No estaban abocados a la pauperización. Eran ciudadanos y consumidores; y por ello se iban aburguesando paulatinamente ya que ellos mismos se vivían como clase media.
Hoy todo ha cambiado. Ya nada es seguro. Nadie sabe si el esfuerzo educativo conduce al empleo, si las pensiones están garantizadas, si se podrá mantener el sistema sanitario, si nuestros hijos vivirán como nosotros. Ante tal incertidumbre, ante tal angustia los sectores conservadores han logrado difundir la idea de que los auténticos responsables de lo que ocurre son los cancerberos del mercado laboral, los responsables son unos sindicalistas que sólo tratan de defender sus privilegios y a los que los trabajadores reales poco o nada importan.
Hay que decir que la difusión de esta idea puede acabar por imponerse y esta es una de las cosas que se juega en la próxima huelga general; mientras no se logre mostrar a la opinión pública quienes son los auténticos privilegiados la batalla está perdida. Recomiendo al lector para empezar este trabajo que rescate una imagen reciente: en unas jornadas económicas el propietario de un gran medio de comunicación recibe obsequioso al presidente del Gobierno, acompañado por el presidente de una gran caja de ahorros. La imagen es inigualable. Juntos Bankia (Rato) y el grupo Prisa (Cebrián) acompañados por el cerebro económico de la CEOE (Iranzo) arropando a Rajoy. Eran la viva imagen del privilegio económico influyendo en las decisiones del poder político.
Han pasado días desde aquella foto y observo, con asombro, que nadie habla de los auténticos privilegiados, que la catarata mediática sigue centrada en intentar convencernos de que los auténticos privilegiados son los sindicalistas, esos sindicalistas que quieren mantener unos privilegios que de una vez por todas hay que erradicar. La operación es clara: blindemos a la minoría auténticamente privilegiada y echemos a pelear a todos los demás